La cabeza de la escultura no es altiva; está más bien recogida, aunque la mirada penetre con una celestial violencia; es un ángel de vieja usanza, pero en su gestualidad se oculta un rencor voluminoso, como la de un niño que mira por la ventana cómo su mundo se cae a pedazos. Es probable que ese ángel esconda un niño herido en su cuerpo de proporciones áureas y que su figura descarnadamente católica sea la esencial afrenta del escultor ante un trabajo obligado. Puede que se trate de un pesar apenas pronunciable el que motivó la realización de la escultura.
No importa qué sea. En la infinita red de sucesos en la que todos están anticipados, las motivaciones son indiferentes. Lo que realmente cuenta es la lectura correcta, en el momento correcto. Hay un cuento de Borges, en el que el narrador presume que la realidad siempre está tratando de decirnos algo. No siempre logramos ver ese mensaje.
Jeder Engel ist schreklich, escribió Rilke. ¡Terrible es todo ángel! Y ninguno es tan especial para mí como éste, que recordando la muerte de los soldados en la primera guerra mundial, me simboliza minuciosamente, me desnuda y me hace lenguaje. Incluso el polvo o la nieve que le cubren son retazos de mi dimensión espiritual.
¿Quién lo mira ahora? Porque es a mí a quien mira, soy yo el que se delata día a día sin opción de ocultar la cara.