jueves, 11 de septiembre de 2008

Herejía

No lo disuadió ni la nublada plaza bajo la noche ni los amasijos de cuerpos que estorbaban su paso con la atrocidad de la muerte. Había en su movimiento una densidad mental más monótona y acaso más lúcida. Aunque derrumbado por la humillación y por la estrecha laceración de sus carnes, su pensamiento estaba encaminado a la muralla escalonada con una determinación hasta entonces desconocida, hasta entonces únicamente probable.
Su mano aferraba el pedernal de jade torpemente. El esfuerzo al vencer la aspereza de la piedra húmeda de sangre y la altura le causó una fatiga innecesaria.
Creció su silueta oscura lentamente con la pirámide; desde la base, entre un fango de mutilaciones y vestidos, se lo divisaba alejarse hasta el centro de lo sagrado, esa habitación superior, que no ha visto ninguno de los nacidos con sangre contaminada por Chac.
El vocerío de la selva no aplacó la naturaleza profanatoria; la misma lluvia cálida no lo devolvió a los suelos que están debajo de la piedra del templo.
Desestimó la fuerza de los soldados reales y les dio muerte con prontitud silenciosa. Y entró.
Evadido del griterío y la agitación sacó a la mujer del lecho, la arrastró hacia el filón circular de los sacrificios y le abrió el vientre embarazado. Como el arúspice quiebra los músculos de la hendidura para sujetar las vísceras en qué leer el futuro, él empuñó a su hijo sangrante y todavía latiente y lo levantó desnudo hacia el horror de los Itzamnás, que vomitaron fuego.
Una vez más entró a la habitación divina, pero ya no salió.
Quien lo viera, no podría más que virar la cara.

No hay comentarios: